Cuento:
El semáforo del barrio era muy raro. ¡El semáforo más raro del
mundo! Un buen día apareció en la calle. Nunca se supo quien lo había
puesto allí. Como hacía mucha falta nadie se preocupó de hacer
preguntas. Todos los del barrio estaban muy contentos.
Gracias al semáforo los niños cruzaban tranquilamente la calle para ir
a la escuela. Las familias no tenían que pasar corriendo al volver del
mercado. Y los abuelos podían ir sin miedo al parque, gracias al
semáforo.
El semáforo era nuevo y reluciente. Echó una mirada a la derecha,
una mirada a la izquierda y se dijo: - Para empezar no está mal este
barrio. Y comenzó su trabajo. Encendía sus luces roja, amarilla y
verde, como le habían enseñado en la escuela de semáforos.
Cuando encendía la luz roja, todos se paraban. Encendía la verde y se ponía en marcha la circulación.
¡Era divertido el trabajo de semáforo!
Pasó el tiempo y el semáforo seguía en aquel barrio.
Siempre estaba pensando: ¡Ya es hora de que me trasladen al centro
de la ciudad! Pero su sueño nunca se cumplía. Por eso el semáforo del
barrio se volvió malo y orgulloso. Y comenzó a abusar de su autoridad.
Cuando le apetecía encendía la luz roja. Y todos los coches tenían
que detenerse. Encendía la luz verde y los peatones se ponían a cruzar
la calle, y cuando estaban en medio..., encendía deprisa la luz roja y
todos tenían que correr para no ser atropellados por los coches.
Entonces se reía para sus adentros con una risa malvada.
Una mañana se presentaron el personal de mantenimiento del
ayuntamiento. Sacaron martillos, destornilladores, alicates y
comenzaron a hurgarle las tripas.
- Este no va a gastar más bromas con las luces, - dijo uno.
Al semáforo no debía hacerle mucha gracia, porque encendía todas
las luces al mismo tiempo y gritaba: ¡No hay derecho! ¡Esto no se le
hace a una autoridad del ayuntamiento! ¡Yo soy el que manda en la
circulación!
Desde aquel día el semáforo cambió por completo.
Había comprendido que estaba allí para ayudar a los demás, para que
la vida fuera más sencilla en la ciudad. Para que todos estuvieran
contentos.
Cada día le gustaba más el barrio.
El semáforo había cambiado mucho. Ahora conocía a todos los
habitantes del barrio, y cuando llegaba algún anciano encendía enseguida
la luz verde. Y cuando las familias volvían del mercado, cargadas de
pollos y verduras, el semáforo les ayudaba con su luz a cruzar la calle.
Y a la salida de la escuela no encendía la luz roja hasta que había
cruzado el último niño.
Cris Gil
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